Corbin estaba acostumbrado a sentirse poco más que una sombra. Su silueta se entremezclaba con las tinieblas de las calles que recorría. Había ocasiones en las que ni siquiera él lograba distinguir dónde terminaban sus manos y dónde empezaba el vacío nocturno. El único momento en el que se apreciaban con claridad sus rasgos era cuando prendía las llamas que iluminaban la ciudad durante el sueño. Así era la vida de un farolero: laboriosa y solitaria.
No es que el chico fuera infeliz; disfrutaba de la paz que le proporcionaba el manto de la noche. Incluso era gratificante saber que, sin él, las almas trasnochadas se hallarían perdidas en las tinieblas. Aunque a veces el silencio parecía volverse contra él. Se le antojaba difícil pensar que no era la única persona del mundo. Hasta que conoció a Diana.
Aquella noche, el firmamento estaba inmaculado, sin una sola nube, salpicado de miles de estrellas brillantes. Así que, después de terminar su labor, Corbin se dirigió entusiasmado al puerto, donde mejor se veían las constelaciones. Le gustaba sentarse en el borde del muelle y esperar, acompañado por el murmullo de las olas, a que pasara alguna estrella fugaz que le concediera su más profundo deseo.
Al llegar a su destino, algo lo hizo detenerse en seco. Había un bulto en el muelle. La silueta blanca resaltaba en la oscuridad. Su espalda subía y bajaba con rapidez mientras profería sollozos ahogados. Corbin se acercó lentamente para no delatar su presencia. A tan solo unos pasos, se dio cuenta de que era una joven. Un hormigueo le recorrió la espalda. Experimentó una sensación que no estaba seguro de si era curiosidad o miedo. Jamás había estado tan cerca de una muchacha. No era la clase de criatura que pudiera encontrarse uno a medianoche. Se permitió observarla durante un par de minutos, fascinado.
Luego recordó que estaba llorando y se abroncó a sí mismo por ser tan desconsiderado. Tras un breve momento de duda, se sentó a su lado. Ella seguía sumergida en su mar de lágrimas y siguió sin notar a Corbin. Así que él se armó de valor y, entre farfullos, logró formular un tonto “¿te encuentras bien?”.
Ella dio un bote y se giró bruscamente hacia él. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar y estos lo miraban muy abiertos, igual que un animalillo asustado. Se echó hacia atrás, envolviéndose a sí misma con los brazos. Corbin, deseando no haberla asustado, se reprochó su torpeza. Trató de enmendar su error.
—Estás temblando, debes de tener frío. Ten, coge mi abrigo—mientras se lo quitaba para ofrecérselo, pudo sentir como el viento gélido peleaba por colarse en sus entrañas.
Ella no lo cogió. Seguía mirándolo muy fijamente. Parecía que hubiera visto un espectro. Él insistió.
—Si no te abrigas, puede que acabes enfermando.
La joven permaneció callada, dubitativa. Se acercó a él poco a poco, sin dejar de observarlo un instante, como una presa a su depredador, atenta ante cualquier señal de peligro. Corbin contuvo la respiración. Su alma estaba siendo puesta a prueba y no estaba seguro de que fuese capaz de sobrevivir al escrutinio. Aunque al parecer ella decidió que sí era digno de su confianza, porque cogió el abrigo y se escondió en él. Su cuerpo dejó de sacudirse y el miedo de su expresión se transformó en intriga.
El tiempo se congeló cuando sus pupilas se encontraron. Bajo la luz hechizante de la Luna, ella parecía un ser de otro mundo, etéreo e intangible. Él era una bestia mundana a su lado. Algún detalle que se escapaba de la compresión de Corbin, tal vez el rubor de su rostro o la forma en la que caían sus pestañas, lo hizo estremecerse. Su brazo actuó en contra de su voluntad y se quedó a medio camino entre ambos. Un sentimiento desconocido para él le impulsaba a secarle las lágrimas que emborronaban sus mejillas.
—¿Cuál es tu nombre?—preguntó ella después de un eterno silencio.
El muchacho se sobresaltó al escuchar el sonido melodioso que brotaba de sus labios.
—Corbin—susurró.
Ella asintió.
—Diana—dijo a continuación, y le tendió la mano.
Él se la estrechó en un apretón demasiado largo, reticente a dejarla ir. Su piel era más suave que el pétalo de una rosa blanca.
Diana volvió a colocarse al borde del muelle para contemplar la Luna. El aura melancólica que la rodeaba tan solo la hacía más hermosa. Estuvieron un rato sin pronunciar palabra, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Hasta que la voz de ella rebotó en la espesura de la noche.
—¿Alguna vez te has sentido tan solo que has llegado a pensar que el mundo no notaría tu ausencia?
Aquella pregunta, que era más una afirmación, no sorprendió a Corbin. Quería contestar la verdad, un sí rotundo, admitir que a veces se cuestionaba hasta su propia existencia; pues de qué sirve vivir la vida sin nadie con quien compartirla. Pero la desesperación con la que Diana hablaba le hizo tragarse sus palabras. No era lo que ella necesitaba o merecía oír. Alguien como ella debía saber que la vida es maravillosa por tan solo el mero hecho de existir, que si en verdad respiramos es porque hay en el mundo un lugar para nosotros.
Así que la cogió de la mano y la guió por las calles que tan bien conocía, hacia lo más alto de la ciudad, el lugar al que acudía cuando su corazón no hallaba consuelo alguno.
Desde allí, la gran ciudad a sus pies parecía insignificante. Las farolas que iluminaban cada rincón eran estrellas caídas, el reflejo de la cúpula astrífera sobre la faz de la Tierra. Diana se giró hacia Corbin maravillada. Él comprendía la sensación que ella estaba experimentando. Aquel era el punto exacto donde la Tierra y el Cielo se tocaban. Todos los problemas y las inseguridades desaparecían desde esta nueva perspectiva. En ese reino de paz no había cabida para la soledad, no cuando el mundo descansaba plácidamente ante uno.
Corbin notó cómo los dedos de Diana se enredaban con los suyos en señal de agradecimiento. Se tumbaron en la hierba, cogidos de la mano, y sus párpados se cerraron ante la atenta mirada de la Luna, para fundirse con la tranquilidad del paisaje.
Fue el Sol, con sus caricias de luz, quien despertó a Corbin. En cuanto abrió los ojos, pudo sentir el vacío a su lado, tan palpable como el que se formaba en su corazón.
—¿Diana?—llamó.
Solo le respondió el canto de los pájaros.
—¿¡Diana!?
Nada. Silencio.
Se le aceleró el pulso a la vez que descendía veloz la colina. Necesitaba al menos una señal de que Diana había sido más que un rayo de luna. Con ella se había sentido completo, acogido, dichoso, y no podía creerse que hubiera sido todo fruto de sus fantasías y su desesperación.
Al fin llegó al muelle donde se habían conocido. Era un sitio totalmente extraño para él a la luz del día. Una oleada de personas se agolpaba alrededor del embarcadero, una masa amenazadora. Corbin no había visto a tantos cuerpos juntos en su vida. Sin embargo, una voz en su interior le decía que la situación no era común en una mañana cualquiera en el puerto. Asió del brazo a la primera señora chismosa que alcanzó.
—¿Qué ha sucedido?
La señora lo miró con impaciencia; el chiquillo no le permitía enterarse bien del asunto.
—Creo que una muchacha se ahogó ayer. Hay quien dice que la empujaron, pero yo no lo creo. Era amiga de la prima de mi sobrina y dicen que era una criaturilla taciturna. No me sorprendería que hubiera saltado. Los jóvenes de hoy en día no están preparados para…
Corbin no se quedó para escuchar el final de su monólogo. Se abrió camino a golpes entre la muchedumbre, tratando de convencerse de que no era posible, de que sería demasiada coincidencia, de que Diana estaba viva y a salvo.
Para su horror, cuando logró llegar al ojo del huracán, el rostro dormido que lo recibió desde la madera húmeda no era otro que el de Diana.





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